lunes, 11 de marzo de 2013

De quererte hasta morir y de morir hasta quererte.



Con la rodilla clavada en el suelo, despidiéndonos otra vez, volviendo a empezar como un mal final. Como si ese fuera el mejor final para nosotros.
Empezando desde el ayer, desde un ayer que nunca es hoy, nunca mañana.
Eran sus manos marcadas con nuestras cicatrices las que me soltaban para dejarme caer una vez más en el abismo de los recuerdos.
Queriendo que me quedase, necesitando que me alejara.
Detrás el vendaval, delante la tormenta, no sé donde dejamos la calma. La perdimos entre el "tú" y el "yo". Entre la euforia de tenernos un par de minutos y la tristeza de una historia repleta de despedidas. La tristeza que esconde la felicidad de tenerte. El tenernos de forma limitada.
De "adiós" que en realidad no decían más que un "hola", de caminos que nunca dejaban de cruzarse.
Se aferró a mis costillas como si eso pudiera salvarnos de volver a caer. Intentó quedarse dormido en mi pecho, arrancó mi latir y se lo llevó de nuevo. Para parar el tiempo, para aletargarme una vez más.
Respiro en mi boca intentando decirme que me amaba en silencio, si querer ser correspondido. Y es que nunca quiso saber que era ser correspondido.
Se disfrazaba de lluvia para protegerme del frío de sus silencios, sin más paraguas que sus manos recorriendo mis mejillas. Sin más abrigo que su pecho como mi almohada.
Me acariciaba el pelo como si allí se escondiera el secreto de su felicidad. Con la ternura infinita de quien nos ha visto crecer.
Eramos dos almas que vagabundeaban buscando un poco más. El café de por la mañana con saber a ayer, los recuerdos que construimos mojados con las magdalenas.
Eramos los que huían de las palabras, los que un par de veces al año ponían las cartas sobre la mesa.
Bueno, en realidad, esa era yo, él solo las observaba y las tiraba al suelo por el miedo a sentir, mentiendolas de nuevo en aquella caja de Pandora de la que nunca debieron salir.
Nunca tuvimos tiempo para secarnos los recuerdos, ni para poner las heridas a tender.
Las flores se marchitaban antes de tiempo, y la ropa siempre seguía fría frente a esos huesos calientes que nos empeñábamos en juntar queriendo crear algo, o al menos, ser.
Algo que nunca hubo, como una primavera tras el verano, o un otoño tras el invierno. No supimos ser primavera ni otoño.
Eramos más de invierno o verano. De negro o blanco. De todo o nada. Sin gris, sin calma.
Nuestro reloj siempre se rompía en el momento perfecto, y nunca lo arreglábamos. Se rompía cuando tu mirada me pedía más para decirnos que debíamos dejarlo marchar. Lo dejamos metido en la guantera del coche esperando que su intenso tic tac no calara más hondo en nosotros. No más que su silencio abrumador.
El silencio de querernos hasta reventar.
De odianos hasta despedazarnos
.
Siempre quisé tenerle y eso que nunca me gusto la propiedad.

4 comentarios:

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    A veces, lo que se necesita es ver más allá de uno mismo, más allá del dolor.
    No sé que es lo que necesitas: tienes una familia, unos amigos que te aprecian y quieren..
    Vida sólo hay una, y hay que aprovecharla bien, mientras se pueda....

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