martes, 21 de enero de 2014

Doble pareja.




Siempre fui más de jugar. De ganar o de perder, pero jugando.
De no rendirme y subir la apuesta. Apostarlo (casi) todo sabiendo que tarde o temprano la apuesta será mía.
De ir de farol y comprobar hasta donde llega el juego; donde acaba y donde comienza la realidad. Y dejar la realidad (siempre) fuera de la mesa.
Las caras de poker siempre fueron mi especialidad, las máscaras, las emociones disfrazadas... hasta aprendí a camuflar la vena hinchada del cuello en las malas manos.
Y el juego terminaba. La mano era mía. La mesa llena de sangre y las máscaras por los suelos.
Menos la mía, claro, que siempre lleva doble gomilla y nunca se cae.
Y sí, la ruleta rusa siempre fue mi juego favorito.
Asique ahí estaba, en la misma partida que tiempo atrás. La que siempre está a medias y ya dura demasiado tiempo. Ni ganando ni perdiendo. En standby.
Se me resiste. El oponente se da cuenta. Me pilla. Me retuerce. Juega conmigo. Me desarma.
Se hace con el control y desmonta mis tácticas. Desata todas mis máscaras, y echa por tierra los faroles.
Y lo peor, es que ya no pienso en ganar (como siempre). Sino en hacer que la partida no acabe.

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